Esta solemnidad que vivimos dentro ya del tiempo ordinario, es la reafirmación de la Presencia real de Cristo en medio de nosotros, por medio de la Eucaristía. Cristo vivo, presente y resucitado, que bajo la apariencia de pan y vino, se queda junto a nosotros con su Cuerpo y su Sangre. ¡Qué dones tan inmensos! Pero qué dones tan poco valorados tantas veces.
Vivimos en una sociedad tan rápida, tan agobiada por los quehaceres de cada día, que muchas veces, ni en lo más sagrado, dedicamos un instante de contemplación, de silencio y de admiración. Nuestros Sagrarios abandonados, como diría San Manuel González.
Nosotros, los bautizados, aquellos que hemos recibido el regalo de la fe, ¿Custodiamos en nosotros está Presencia de Dios? Nosotros que somos templos del Espíritu Santo, ¿Reconocemos su caminar en nosotros? La Eucaristía es el alimento de los Hijos de Dios. Es el culmen de toda vida cristiana, es la unión íntima entre el Dios encarnado y nosotros. Aprendamos, no solo a descubrirlo, sino a ponerlo en la mayor de las estimas en nuestro caminar por este mundo, en nuestro camino humano y de fe.